jueves, 8 de julio de 2010

Sobre los diarios

Dibujo de Alejandra Pizarnik.

En busca del autorretrato, es un fenómeno muy frecuente la exhumación de diarios, cartas y cuadernos de notas que organizan por escrito la vida de un autor ya fallecido. No escapa a esa costumbre Alejandra Pizarnik, lo cual permite acotar las zonas de sombra de una existencia breve y patológicamente previsible como la suya. Desde luego, el primer asedio a todo ese material es epidérmico y corresponde a la grafología. Dice Enrique Molina que la letra de la poetisa era «pequeñita, como un camino de hormigas o un minúsculo collar de granos de arena. Pero ese hilo, con toda su levedad, no se borrará nunca, es uno de los hilos luminosos para entrar y salir del laberinto» («La hija del insomnio», Cuadernos Hispanoamericanos, sup. Los complementarios, n.º 5, mayo de 1990, p. 6). Dicho laberinto, al menos en lo que atañe a su epistolario, tiene una primera bifurcación de orden dialéctico.

Sobre esta pista, recuerda Ivonne Bordelois que, de igual modo que la correspondencia de Virginia Woolf «manifiesta una capacidad camaleónica de empatía con sus destinatarios», en el caso de Pizarnik las variaciones de tono y las exclusiones acreditan «una clara voluntad de congeniar con su dialogante, evitar roces o malentendidos, respetar los límites de la intimidad o atravesarlos impunemente si la escucha del otro es disponible» (Correspondencia Pizarnik, Buenos Aires, Seix Barral, Editorial Planeta Argentina, 1998, p. 23). Sin duda, los diarios que han llegado hasta nosotros son de distinta naturaleza y permiten un rastreo más fiable y jugoso.

Las anotaciones abarcan el plazo que va desde 1960 hasta 1968. A modo de curiosidad académica, es importante resaltar que las entradas de 1960 y 1961 ya fueron editadas por la escritora en la revista colombiana Mito (n.º 39-40, 1962). Sin ese afán inmediato de publicidad, las entradas sucesivas, seleccionadas y ordenadas por Ana Becciú a la muerte de la escritora, tienen un carácter diverso. Becciú manejó la documentación que llega hasta 1963, resumiendo los diarios que preparó Pizarnik en 1965. Los demás textos parten de la búsqueda efectuada por Olga Orozco y Ana Becciú.

De un modo claro, tanto los diarios como la correspondencia permiten valorar cuánto deseaba Alejandra relacionarse en el ámbito artístico. César Aira menciona esa vida social en los medios literarios e incluso alude al esnobismo de la poetisa, afanada en conocer escritores y formar parte de su entorno. «Cuanta más gente conociera —escribe—, cuanto mejores fueran los poetas de los que fuera amiga, más debería cuidarse de dejar flancos desguarnecidos» (Alejandra Pizarnik, Barcelona, Ediciones Omega, col. Vidas literarias, 2001, p. 41).

Muy significativas por su valor literario son las entradas que reúne en su antología Frank Graziano. Especialmente en el primer tramo, estas confidencias al diario permiten sondear la psicología del personaje, enriqueciendo la lectura de otras creaciones suyas. El miedo, por ejemplo, es un sentimiento que pone en escena de forma reiterada. «Cuando entré en mi cuarto —escribe el 31 de diciembre de 1960— tuve miedo porque la luz ya estaba prendida y mi mano seguía insistiendo hasta que dije: Ya está prendida. Me saqué los pantalones y subí a la silla para mirar cómo soy con el suéter y el slip; vi mi cuerpo adolescente; después bajé y me acerqué nuevamente al espejo: Tengo miedo, dije. Revisé mis rasgos y me aburrí». En realidad, Alejandra está hambrienta y tiene ganas de romper algo. «Me dirigí a la mesa y quise escribir un poema pero temí aumentar el desorden de los libros y papeles. Me mordía los labios y no sabía qué hacer con las manos. Me asustaba saberme andando por la piecita desordenada, con la boca devorándose y la memoria petrificada» («Diarios 1960-1968», Frank Graziano, introducción y compilación, Alejandra Pizarnik. Semblanza, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 1992, pp. 242-243).

A la manera de una profecía que, una vez expresada, debe cumplirse, Alejandra Pizarnik intuye la calma de la muerte y coquetea con la idea de quitarse la vida. La fobia al cuerpo anuncia ese mismo camino, urdido por la fatalidad. No obstante, el 2 de enero de 1961 ubica de forma aún más clara sus temores, mostrándose autocompasiva y sufriente. «No es verdad —repite a renglón seguido— que aquella mañana tuve miedo. No es verdad, no fue en la parte menos visible del verbo, es ahora, me despierto, tengo miedo. Me he mirado las piernas y he subido mis ojos por mi cuerpo, lentamente, como un cuidadoso pensamiento asesino. Éste es mi cuerpo, dije. Me desperté y he visto. Manos en mi garganta. Qué idiota soy» (Frank Graziano, op. cit., p. 244). Si pudiera tomar nota de su intimidad todos los días, observa el 8 de marzo de 1961, sería una forma de «no perderme, de enlazarme, porque es indudable que me huyo, no me escucho... El más grande misterio de mi vida es este: ¿por qué no me suicido? En vano [procuro] alegrar mi pereza, mi miedo, mi distracción. Tal vez por eso siento, cada noche, que me he olvidado de algo» (Frank Graziano, op. cit., p. 249).

Ante sentimientos de tal calibre, el lenguaje pierde entidad y eficacia. Las ideas surgen a borbotones, se atropellan, caen en el tópico evanescente. «Me horroriza mi lenguaje —escribe el 11 de julio de 1965—. Miento todo el tiempo. Si hablo miento. Hay que averiguar por qué. Hay que demorarse. Me gustaría escribir en forma muy simple y clara. Basta de retórica... Me pregunto cómo hacen los demás para soportar el hecho de vivir. Esta es otra cosa que sería bueno averiguar» (Frank Graziano, p. 269). Por eso, la escritura palpita y se proyecta de forma súbita en el vacío. Así lo explica y siente Silvia Baron Supervielle, quien añade que «no es su relato lo que importa sino aquello a lo cual podría darle forma. Dar forma no a lo que está muerto sino a lo que jamás ha sido forma hasta aquí. Esperar que, más allá de la inmensidad, donde el silencio ya no está, la voz surja de una región increada» (La línea y la sombra, traducción de Eduardo Paz Leston, Valencia, Pre-Textos, 2003, p. 76).



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